AL FILO DE LA LENGUA: ESCLAVOS O LIBRES

NOTA DE OPINIÓN Martes 14 de Febrero de 2017

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Tapa del Libro Lenguaje, Ideología y Poder

(Presentación del libro “Lenguaje, Ideología y Poder” en la feria del libro de Oberá, Misiones) En los MMCC, tanto programas, radios, noticieros como también desde ciertas cátedras, en muchas consignas y proyectos políticos e incluso desde los púlpitos, se puede percibir ciertas nuevas palabras, cierto nuevo lenguaje que se pronuncia, que se repite y que de esta manera queda instalado en las conversaciones.

Autor: Juan Carlos Monedero (h)

Por Juan Carlos Monedero (h)

Hace ya varios años se advierte este avance lingüístico, coordinado, lo que da a pensar que se trata no de un espontáneo o azaroso proceso sino de algo que obedece a una planificación. El hecho de que sea coordinado nos hace pensar que detrás hay una mente que lo ha pensado (y no que se trata de algo puramente casual). Intentaremos mostrar en esta presentación que la implantación y –más aún– imposición de estos vocablos, de este nuevo lenguaje, de estas nuevas palabras, no se explica por el dinamismo que el castellano naturalmente experimenta. No. Este nuevo vocabulario responde a oscuros intereses, su aparición y difusión es intencional, deliberada, no espontánea. Se trata, como veremos enseguida, de una auténtica ideologización del lenguaje, puesto al servicio de poderes siniestros.

Si quiero una vida sana para mis hijos, sin adicciones ni desórdenes morales, soy “cerrado”. Esa es la etiqueta que me cuelgan: “mente cerrada”. Si, en cambio, tolero el consumo de marihuana en mi casa, en las calles, en las plazas, entonces “soy abierto”. Seré así simpático, razonable. Los que hacen negocios con las drogas, agradecidos.

Si soy docente y corrijo a mis alumnos, seré tildado de “autoritario”. “Reprimo su espontaneidad”, dirá algún sofista. Si, por el contrario, dejo que la clase sea una jungla, si permito que en el aula reine el descontrol, las interrupciones y los gritos, seré un profesor “comprensivo”, “horizontal”, “tolerante”, “moderno”. ¡No importa que los chicos nada aprendan, que carezcan completamente de herramientas para la universidad! ¡No importa que no lean comprensivamente, que no tengan métodos de estudio! Lo que importa es “la libertad” del alumno. No como “antes”, como esos profesores antiguos, realmente perversos. Lo que importa es “ser abiertos”, porque así formamos parte de ese engendro que se ha dado en llamar “escuela nueva”, donde la demagogia se disfraza de noble psicología y la comodidad se disfraza de “paciencia docente”.

¿Y a quién beneficia el descontrol de los jóvenes? Evidentemente, a quienes hacen negocios con chicos descontrolados, desorientados, carentes de una conducta y sumidos en el caos. ¿Quién consume más en los lugares de diversión y de entretenimiento? ¿Qué modelo de joven enriquece más los bolsillos de ciertos empresarios muy poderosos y sin escrúpulos?

Si quiero calles y avenidas ordenadas para transitar sin piquetes, se me acusará de no ser “sensible” a las “protestas sociales”. Y seré arrojado al Infierno, destinado a los que pensamos que sufrir una injusticia no da derecho a cometerla. La comisión del delito es una “protesta social”. Su castigo, es “autoritarismo”. ¿Hasta dónde ha llegado este abuso de las palabras?

Si pienso que dentro del vientre materno hay una persona, seré mirado con alerta. Si –usando la lógica– sostengo que abortar es un crimen en base al principio general de que matar a un inocente es un crimen, se me tildará de “extremista”. El que razona, el que usa la cabeza, es un extremo. ¿Se nos estará dando a entender, quizás, que es mejor pasar por idiota para vivir en paz, para vivir tranquilo?

A la hora de hablar sobre el aborto, se presiona para que el lenguaje no se tiña de vocablos cálidos, que remitan al misterio de la vida, al amor de una madre por su hijo. Antes bien, se imponen términos desabridos como “feto” (nunca “niño”), “embrión” o incluso “pre-embrión” (nunca la palabra “bebé”), “embarazo no deseado” (en vez de decir “persona no deseada”) o incluso la obra maestra de la cosificación del ser humano: la expresión “producto de la concepción”. ¿Cuál es el objetivo? Muy sencillo: invisibilizar el carácter de persona del niño en el vientre materno. Así se promueve el aborto en nuestro país: por la perversión disimulada del lenguaje.

Hay una injustísima discriminación dirigida a la persona en estado embrionario, cuya eliminación se presenta como un “derecho”: el pretendido derecho al aborto. Pero el aborto no es un derecho. Un derecho es el salario, un derecho es la privacidad, la intimidad. Un derecho es la libre circulación, la integridad física. Eliminar a tu descendencia, en cambio, no puede ser nunca un derecho porque –como dice la letra de una canción muy conocida– “Un hijo no se mata”. Claramente, la promoción de este crimen pone a prueba todo tipo de manipulación del lenguaje: su carácter ideológico queda al desnudo, sirviendo como fachada del atropello de los más fuertes, los más poderosos, por sobre los más débiles.

La palabra, como se puede apreciar, tiene un gran poder; con ella se puede crear mundos, como en la Literatura, o se puede destruirlos. Los vocablos pueden ser pan o veneno, pueden aliviar a un amigo o pueden ofenderlo. Y si muchas batallas se han ganado al filo de la espada, son muchas más las que se obtuvieron al filo de la palabra.

Otra pieza de este ajedrez lingüístico lo constituye el término violencia de género, expresión que se intenta instalar en el vocabulario, desde el periodismo hasta las propuestas políticas. Ya no se quiere hablar de “sexo” masculino y femenino sino de “género” para así dar a entender que la conducta sexual no está orientada por la genitalidad o por lo fisiológico. Sin embargo, la ciencia más actualizada no tiene dudas: el único sistema del cuerpo humano que necesita del sexo opuesto es el sistema reproductor. Si los sistemas reproductores (masculino y femenino) no se integran, no llegan a su fin. Mientras que los demás sistemas (circulatorio, respiratorio, etc.) pueden cumplir perfectamente su fin sin necesitar de los sistemas del sexo opuesto.

Se ataca también a los hombres, a los varones, a nosotros, por lo que habrían hecho algunos de nuestro sexo. Saint-Exupery, desde las páginas inmortales de “El Principito”, dijo que “Es una locura odiar a todas las rosas porque una te lastimó”; si es cierto lo que dijo el gran aviador francés, igualmente es cierto que no se puede generalizar y, por la culpa de algunos varones, extender esa calificación a todo el sexo masculino. Por eso, las palabras clave en este ataque a nosotros, los varones, son los términos “violencia de género” y en los últimos tiempos el término “femicidio” con que se pretende reemplazar el vocablo “homicidio”. Estas generalizaciones no son inocentes, no son exageraciones –fruto quizás de un enojo circunstancial, comprensible– sino calculadas injusticias sobre los varones, con consecuencias y efectos muy concretos en la legislación familiar. Así, la presunción se vuelve contra el sexo masculino, la mujer se victimiza y –amparada en el un sentido común tergiversado– abusa de su condición.

Conclusión

Como en la época de Sócrates y Platón, hay también en nuestro mundo cultural equívocas palabras propulsadas por los sofistas. Y al igual que en la Grecia Antigua, se necesita cierto vigor, cierta valentía para animarse a enfrentar a estos errores; sólo lo que está vivo es capaz de nadar contracorriente. La elección es nuestra: ¿queremos vivir una vida que valga la pena? ¿O pasaremos los días de nuestra existencia convirtiéndonos en esclavos intelectuales, que acepten mansamente cualquier idea, camuflada de eufemismos y bajo un engañoso ropaje lingüístico? ¿Qué vamos a hacer?

Goethe dijo en una ocasión: “Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo”. Abandonemos toda complacencia, toda genuflexión espiritual frente a lo políticamente correcto y hagámonos una sola cosa con la verdad, porque la verdad permanece –«Stat Veritas»: la verdad permanece y porque, como dice el Evangelio de San Juan, la verdad os hará libres.

Autor: Juan Carlos Monedero (h)

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