Orban y la batalla por Europa
Presidente Viktor Orban y familia
El establishment europeo-occidental intuye que en la Europa danubiana está tomando forma un modelo alternativo; de ahí la virulencia de su reacción.
La arrolladora victoria de Viktor Orban en las elecciones húngaras confirma la aparición de un nuevo paradigma en los países excomunistas de Europa central y oriental. No es cosa de ponerse ditirámbicos, pero cualquiera que haya examinado los discursos y praxis gubernamental de Orban percibe enseguida que estamos ante un estadista con visión histórico-política de profundo calado. Los Rajoy, Merkel o incluso Macron parecen oficinistas a su lado.
Orban impulsó en 2011 una nueva Constitución que, tras celebrar que el país haya sobrevivido a los totalitarismos nazi y comunista, reconocía las raíces cristianas de Hungría (al tiempo que garantizaba una total libertad religiosa), blindaba la concepción clásica del matrimonio (“Hungría protege la institución del matrimonio, entendido como la unión conyugal de un hombre y una mujer”), asumía la necesidad de promover la natalidad (“Hungría promoverá el compromiso de tener y educar hijos”), afirmaba que “la vida del feto será protegida desde la concepción”…
Esos compromisos constitucionales se han traducido en políticas efectivas. Actuall.com ha venido informando sobre cómo se promovía en Hungría la natalidad y la solidez familiar. El aborto no ha sido prohibido, pero sí desincentivado con campañas de concienciación y medidas de ayuda a las madres (por cierto, la primera campaña de sensibilización –carteles con la imagen de un feto y el mensaje “sé que no estás preparada para recibirme, pero dame en adopción y déjame vivir”- fue execrada por la Comisaria Europea Viviane Reding, que aseguró que era “contraria a los valores europeos”). El matrimonio –sí, el matrimonio, no la pareja de hecho- es promovido, no sólo con medidas fiscales, de conciliación trabajo-maternidad y de facilitamiento del acceso a la primera vivienda, sino también con contenidos educativos pro-familia y cursos dirigidos a los jóvenes.
Y los resultados han ido llegando. La fecundidad húngara subió en sólo cuatro años de los 1,23 hijos/mujer a los 1,45 hijos/mujer: es pronto para poder hablar de un cambio de tendencia profundo, pero los comienzos son esperanzadores. El número de divorcios descendió en un 18% en sólo dos años (2015-16). El número de bodas anuales se ha incrementado en un 20%. Y el número de abortos se ha reducido en un 23%.
Orban, a diferencia de Rajoy, no cree que “la economía lo sea todo”. Pero, aunque sea mucho más que un gestor, parece haber gestionado la economía con brillantez. Del 11,2% de paro con que encontró al país en 2010, se ha pasado a un 3.3% en 2018. De un crecimiento del 0,7% del PIB en 2010, a otro del 4% en 2017. Y todo ello con moderación fiscal y sensatez presupuestaria. Orban, pintado como un monstruo antiliberal por la “derecha” rendida al progresismo socialdemócrata, ha aplicado una política económica liberal y exitosa: “Pertenezco a la escuela económica de [Gyorgy] Matolcsy. Uno de sus principios es que las cuentas públicas deben ser equilibradas. El déficit público debe ser reducido. Hay que rebajar la deuda soberana”. Tras su victoria, Orban ha confirmado un objetivo de déficit público del 2,4% para 2018.
Al convertirse en referencia natural para los europeos conservadores traicionados por la deriva socialdemócrata del centro-derecha clásico, Orban está alcanzando una relevancia que trasciende con mucho el peso de un pequeño país como Hungría. Pero es que, además, Hungría no está sola: el programa de regeneración social, relanzamiento demográfico y defensa de la identidad nacional –sin plantear por ello ningún tipo de UE-“exit”- es compartido con ligeras variaciones por los cuatro gobiernos del Grupo de Visegrado (Polonia, Chequia, Eslovaquia, Hungría), a los que ahora parece sumarse la Austria de Sebastian Kurz. Y también la CSU bávara, hastiada de la vacuidad ideológica de una Merkel dispuesta a aliarse con el diablo (y con Katarina Barley) con tal de seguir en el poder, y crítica con su gran error en el tema de los “refugiados”. Un bloque nacional-conservador podría estar cristalizando en Mitteleuropa.
La reivindicación del derecho de cada país a decidir cuánta inmigración desea recibir –y de qué composición religioso-cultural- se ha convertido en la tesis húngara más notoria, y en su principal foco de conflicto con las instituciones europeas. Es una postura que encaja coherentemente en el resto del ideario orbanita. En efecto, ante el invierno demográfico, Europa dispone de dos posibles recetas: reanimar la natalidad nativa o abrir sus fronteras a la inmigración. Europa occidental parece haber escogido la segunda, con los problemas de coexistencia cultural consiguientes. Europa oriental está a tiempo de seguir una vía diferente. Pero, si no desea cubrir sus huecos demográficos con inmigrantes, tiene que apostar a fondo por la vida, la natalidad y la familia.
El establishment europeo-occidental intuye que en la Europa danubiana está tomando forma un modelo alternativo; de ahí la virulencia de su reacción: “Hemos dado un ultimátum a los países de Visegrado que rechazan la solidaridad y dar la bienvenida a los inmigrantes”, declaraba el 3 de Febrero el Primer Ministro belga Charles Michel. “La UE debe adoptar acciones firmes para extraer rápidamente el tumor”, declaró a Die Welt –tras conocer la nueva victoria de Orban- Jean Asselborn, miembro del Partido Popular europeo.
Ojalá se consolide el despertar de Visegrado. Ojalá no lleguen a mayores algunos síntomas inquietantes de interferencia en el poder judicial o de presión gubernamental sobre las ONGs hostiles (la campaña ad hominem focalizada en Soros ha sido lamentable). Porque Europa necesita la vía “nacional y cristiana” (en esos términos define Orban su pensamiento) si quiere seguir siendo Europa: ¡qué paradoja que se califique de “eurófobos” a los conservadores húngaros y polacos! Ryszard Legutko lo expresaba con brillantez en un artículo de First Things, bajo el apropiado título “La batalla por Europa”: “Las élites [euro-progresistas] han intentado construir una nueva identidad europea, convirtiendo a los pueblos europeos en sociedades post-históricas, post-nacionales, post-metafísicas y post-cristianas, cohesionadas sólo por la ideología universalista del 'europeísmo'. […] ¿Sería, entonces, justo decir que la Unión Europea se está haciendo cada vez menos europea en el sentido genuino del término, y que los verdaderos defensores de la identidad europea son en la actualidad los 'catetos' de Europa oriental, más que los ilustrados y brillantes [de Bruselas]? Sí, lo sería”.