“RESTAURAR EL ROSTRO DEL NIÑO”, DE GASTÓN GUEVARA
Sócrates
“La corporeidad tiene su jerarquía, y por lo mismo su subversión. Y así como ahora, para nuestra vergüenza irremediable, los cuerpos son evaluados anatómicamente por aquellas partes que no están llamadas a exhibirse, tiempos mejores hubo en que todo lo digno de ser mostrado por el hombre se cifraba en su semblante. Su villanía o su decencia se espejaba en la faz. En el visaje de su encarnadura quedaba grabada la hidalguía y el decoro; y por eso el término rostro, entre las antiquísimas culturas orientales, designó precisamente al honor y al prestigio.
Hablando de la liturgia del gesto, Romano Guardini nos ha dicho que, después del rostro, son las manos la parte más espiritual de lo que en nosotros es físico. Primero entonces el rostro. Vuélvenos el Tuyo, Señor y Padre Nuestro, pedimos en los días cruciales de la Cuaresma. Y el Señor nos lo devuelve según los propios merecimientos. ¿Tenemos el nuestro lo suficientemente limpio para ser depositarios de aquella Santa Faz?
En el anecdotario de la vida de Miguel Ángel Buonarroti, se cuenta la costumbre del enorme artista de buscar modelos para sus personajes bíblicos entre los hombres de su entorno. A ellos acudía movido por la inspiración.
Y sucedió que un día halló la cara exacta que analógicamente podía servirle para pintar a Jesucristo; y tras muchos años, volvió a hallar otra tristemente apta para describir a Judas. Dura fue la sorpresa y largo el llanto del artista y del modelo, cuando descubrieron que se trataba de la misma persona. En el medio, la iniquidad había dejado sus huellas en el rostro.
Para que no sucedan estos dramas, “es necesario volver a enseñar a rezar al cuerpo”, escribe Hélene Lubienska de Lenval. Es necesario restaurar el rostro del niño en la plegaria; pero criarlo y educarlo de tal modo que así –en el esplendor de su decencia y de su ruego– lo conserve con el paso de los años y los días.
La psicología moderna no deja de ofender a la infancia, señalando en la misma presuntas etapas evolutivas hegemonizadas por la genitalidad, aún en sus acepciones meramente glandulares. La psicología que no traiciona su objeto formal –que sigue siendo el alma– preferirá siempre medir el crecimiento del niño por la pureza de su rostro.
Misteriosa aquella Égloga Cuarta de Virgilio, que hablando de un Niño que nacerá para gloria de la humanidad toda, le dice significativamente: “comienza ya, niño, a reconocer con una sonrisa a tu madre”.
No habrá infancias que puedan cumplir con este trascendental imperativo, si sus rostros no son restaurados. Y si no lo son, decrecerán la niñez, la maternidad y la sonrisa. Casi nos tememos que es exactamente lo que está sucediendo, o lo que el demonio procura que suceda.
El segundo de los amores que levanta como pendón gallardo Gastón Guevara, es el del silencio.
Que no es el del “minuto” forzado, hecho a pedido, entre bullicio y bullicio, para honrar por lo general a quien no lo merece. No es ninguna categoría reñida con la moral, como pueden serlo el disimulo, la ocultación o la afonía de las esencias. Ni tampoco alguna secuela de acciones meramente físicas, tal la de quien baja o suspende el volumen de algún artefacto infernalmente convocado a la batahola. Celebrables son estos pequeños gestos, porque constituyen hoy todo un desafío. Comparable al de aquellos personajes de los cuentos de Bradbury que se convierten en fusileros del teléfono o del televisor. O al protagonista del Poema de Robot, de Leopoldo Marechal, que termina arrojándole arena a la bestia cascabelada, para que retorne la calma del desierto.
Pero es algo distinto el silencio aquí amado, y como tal defendido por el autor. Y posiblemente haya sido Dionisio quien mejor nos lo enseñara. Es inefabilidad; rara capacidad del contemplativo de respetar con la clausura de sus labios aquello que no alcanza la voz para ser nombrado.
Es subida al Monte, para unirse místicamente a Dios en la cima, donde reina, precisamente, el Divino Silencio. Es circunspección, virtud preciada que engendra la prudencia. Es sosiego, virtud también aunque de la fortaleza se nutre. Pero es, por sobre todo, castidad. Ese no “extender el ánimo fuera de sus metas”, con que define lo propio del hombre casto el buen Dionisio.
Porque equivocados están los que creen que basta con la continencia o con el simple recato para que la castidad se haga presente. Va de suyo que son dones preciados, como la integridad y la pureza. Pero hacer callar lo superfluo, lo innecesario, lo banal, lo contaminado de trivialidad y de exteriorismo dispersivo: ésto es propiamente el atributo central del hombre casto.
Quien calla de este modo podría decir con Fernández Unsain, que lo tiene todo, “sin otro Dios que Dios, el del Silencio”. Por eso nuestro querido autor remata y corona sus reflexiones sobre tamaño tema, apelando al mejor de los silencios, aquel que es ofrenda y oblación al Señor, en la bella plenitud laudante de la liturgia católica.
Hay un tercer amor exteriorizado por Gastón Guevara en estas páginas.
Y tiene al maestro por destinatario. No a cualquiera. Si no al que se mueve entre el silencio y la palabra. Al que valora y ejercita el ocio contemplativo; al que sabe la importancia que posee el corazón de sus discípulos y el suyo propio. En suma, al que puede ser definido como Cooperators Veritatis, según precisa fórmula acuñada por San José de Calasanz.
Vale la pena demorarse, acaso unos instantes, en estos dones que hacen admirable al maestro.
Tener la posesión y el señorío sobre la palabra exige haberla acunado en la matriz del silencio. Mas exige asimismo que ella no sea sólo sonoridad sino verbo interior; no sólo locución sino iluminación; no únicamente emisión de nombres sino invocación y resonancia de la Palabra hecha carne. Sigue siendo prioritario en la forja vocacional y profesional del docente, entender y atender lo que anuncia el Evangelio: ex abundantia cordis os loquitur. De la abundancia del corazón habla la boca.
Corresponde además al maestro genuino defender a capa y espada la prioridad de la vida contemplativa; a sabiendas de que la escuela, en su sonora etimología greco-latina, nos remite al ocio como significado primero y capital. Son falsas y malsanas todas las escolarizaciones activas, pragmatistas, utilitarias y laborales. La escuela merecerá ese nombre –sea la que albergue a un infante o a un universitario– si ella es el lugar donde el ocio contemplativo se hace respetuosamente presente y prioritario. Como en Betania, cuando Jesús determinó el orden jerárquico de los saberes y de los obrares, ante la mirada admirada de Marta y de María.
“La mejor parte”: ese podría ser el otro modo de llamar a la escuela. Si al fin de cuentas, cuando Sócrates marchó resignadamente a la prisión injustísima que se le asignaba, su gran preocupación consistió en dejar en claro que, a los ojos de la divinidad, él llevaba la mejor parte en los pliegos de su túnica y en los hontanares de su mayéutica. La mejor parte, la vida contemplativa, sigue recibiendo del mundo sofista imperante el castigo de la cárcel y de la cicuta.
Tarea y misión del maestro es asimismo inteligir y practicar la pedagogía cordis. Y para que no incurramos en emocionalismos distorsivos ni en sentimentalismos vacuos, el autor nos remite al Cardenal Newman. Porque este insigne converso, entre las tantas cosas fundantes que albergó en su derrotero educativo, supo guardar el tesoro preciado del corazón, entendido no por oposición dialéctica a la razón, sino como potencia de profundización, de hondura, de penetración, de conocimiento intuitivo.
Es el intellectus del lenguaje tomista, no sin antecedentes en la metafísica de Agustín y en los seculares textos de los Padres.
El maestro que aspire a ser reconocido y recordado como tal, es aquel que sabe que hay una capacidad de la voluntad para ser movida por la bondad y por el valor intrínseco de los bienes. Y que no cumplirá su oficio si no mueve a esa voluntad hacia su meta connatural y preciada.
Por eso es un cooperador de la Verdad, y un testigo de esa misma Verdad a la que muestra como fin atractivo y reclamable.
A efectos de que tan rico ideario no quede en el plano siempre difícil de las captaciones conceptuales, Gastón Guevara nos propone un haz de arquetipos, cuya sola patencia prueba y garantiza cuán posible y deseable es vivir y existir en el servicio a la Verdad.
Desfilan así, para suscitar nuestra capacidad imitativa, los nombres del precitado Newman, de Pieper, de Santo Tomás, por cierto; y el menos conocido de Enrique de Ossó y Cervelló; cura catalán del siglo XIX, al que aquí se le dedican unas páginas que serán para el grueso de los lectores un feliz hallazgo y una posibilidad emuladora más. Invitamos cordialmente al autor a descubrirnos otros paradigmas en sus próximos libros, o a ahondar en otros que apenas si quedaron enunciados y merecerían un análisis mayor, como San José de Calasanz.
No queremos cerrar este prólogo –que, en rigor, es un agradecimiento y una felicitación, un encomio y un reconocimiento público– sin agregar que a estos grandes amores que Gastón Guevara nos propone servir, los ha descripto con un lenguaje promisorio de pulcritud y de armonía.
Tienen sus párrafos una cadencia que espontáneamente le fluye, una elegancia sencilla, un decir grato al oído. En síntesis: un dejarse leer y una invitación a la relectura. Raro atributo en los días que corren, y entre los hombres que conforman la generación intelectual a la que pertenece Guevara.
Dios lo premie por su apostolado intelectual. Lo haga fructífero y fecundo.
Y que este primer libro que aquí nos regala sea el preludio de otros que "nos colmen la sensibilidad, nos eleven la inteligencia y nos conforten la voluntad” (A. Caponnetto).