POLÍTICA Lunes 6 de Mayo de 2013

Católicos y Política - 5

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No siempre es posible lograr una coincidencia entre el orden moral y el orden legal de la ciudad secular, sobre todo en aquellas naciones en las que la mayoría de los ciudadanos, al menos en cuestiones políticas, son culturalmente liberales. El 'malminorismo' y la 'tolerancia'.

Continúo exponiendo los principios fundamentales de la Iglesia en su doctrina sobre la política. Lógicamente la síntesis que presento, se apoya sobre todo en los documentos que tratan del tema con mayor fuerza magisterial: encíclicas monográficas –todas anteriores al último Concilio–  Vaticano II, Catecismo de la Iglesia y otros documentos actuales importantes. Ya he expuesto que
1º,–la autoridad política de los gobernantes viene de Dios;
2º.– que las leyes civiles tienen su fundamento en la ley natural, en un orden moral objetivo, y que
3º.– hay que desobedecer las leyes injustas y combatirlas. Sin embargo, la doctrina política de la Iglesia tiene también en cuenta

4º.–el principio de la tolerancia y del mal menor. No siempre es posible lograr una coincidencia entre el orden moral y el orden legal de la ciudad secular, sobre todo en aquellas naciones en las que la mayoría de los ciudadanos, al menos en cuestiones políticas, son culturalmente liberales, y se rigen sin referencia alguna a Dios y al orden natural. Cuando se produce históricamente esta realidad socio-política lamentable, los cristianos no deben conformarse de modo derrotista con los males vigentes, como si fueran éstos insuperables, pero tampoco deben pretender una cristianización total e inmediata de la sociedad, en la que sólo se admitan aquellas leyes perfectamente conformes con la razón natural y el Evangelio. Los cristianos, con sano realismo, han de procurar el bien común con todas sus fuerzas, pero al mismo tiempo deben reconocer el principio de la tolerancia en ciertas cuestiones.

Una formulación precisa del principio católico tradicional de la tolerancia y del mal menor la hallamos en Santo Tomás, que enseña la razón más profunda de ese principio:

“Dios, aunque es omnipotente y sumamente bueno, permite que sucedan males en el universo, pudiéndolos impedir, para que no sean impedidos mayores bienes o para evitar males peores. De igual manera, los que gobiernan en el régimen humano rectamente toleran algunos males para que no sean impedidos otros bienes o para evitar males peores". Y cita a San Agustín, que consideraba prudente no eliminar la prostitución (STh II-II,10,11). Los burdeles han sido llamados “casas de tolerancia".

En la encíclica Libertas (1888, n.23) reafirma León XIII ese mismo principio, y añade:

«Cuanto mayor es el mal que a la fuerza debe ser tolerado por un Estado, tanto mayor es la distancia que separa a este Estado del mejor régimen político. De la misma manera, al ser la tolerancia del mal un postulado propio de la prudencia política, debe quedar estrictamente circunscrita a los límites requeridos por la razón de esa tolerancia, esto es, el bien público. Por este motivo, si la tolerancia daña al bien público o causa al Estado mayores males, la consecuencia es su ilicitud, porque en tales circunstancias la tolerancia deja de ser un bien…

«En lo tocante a la tolerancia, es sorprendente cuán lejos están de la prudencia y de la justicia de la Iglesia los seguidores del liberalismo. Porque al conceder al ciudadano en todas las materias una libertad ilimitada [leyes, p. e., que legalizan el divorcio, el aborto, las parejas homosexuales, la eutanasia], pierden por completo toda norma y llegan a colocar en un mismo plano de igualdad jurídica la verdad y la virtud con el error y el vicio» (23).

–El principio de la tolerancia es mal entendido cuando se aleja del sano realismo, antes aludido, y entra de lleno en un realismo morboso, que no sólamente produce leyes imperfectas, sino que origina leyes injustas, criminales, contrarias a Dios, al orden natural y al bien común de los hombres. La ley inicua, en ese caso, «ya no será ley, sino corrupción de la ley» (iam non erit lex, sed legis corruptio: STh I-II,95,2).

Algunos hay que no entienden bastante que las leyes corruptas son corruptoras. Así como las leyes buenas son caminos que ayudan al pueblo a caminar hacia el bien, las inicuas le llevan a la perdición, no necesariamente, por supuesto. Muchas leyes inicuas de los actuales Estados liberales –democráticos o totalitarios– son caminos de perdición para el pueblo, están totalmente privadas de auténtica validez jurídica, y conducen a la degradación moral y cultural de una nación, a su disminución demográfica, a su debilitación y sujeción a otros pueblos más fuertes. Es muy difícil considerarlas en conciencia como males menores que deben ser tolerados.

–Los católicos deben aplicar el principio de la tolerancia con un discernimiento cuidadoso, que ha de estar libre de los condicionamientos mundanos, que son falsos, sutiles, continuos y muy poderosos. Puede iluminarnos en esta cuestión tan delicada la enseñanza concreta que da Juan Pablo II al tratar de las leyes reguladoras del aborto. En la encíclicaEvangelium vitæ, de 1995, comienza por advertir que «en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral».

Rechaza el Papa estas doctrinas, y afirma que «la raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia».

Reconoce Juan Pablo II, sin embargo, que «ciertamente, el cometido de la ley civil es diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral […] En efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada convivencia social en la verdadera justicia, para que todos “podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (1Tim 2,2)».

Pero las leyes más criminales, como ya vimos, deben ser no sólamente desobedecidas, sincombatidas con fuerza, ya que nunca pueden ser toleradas en razón del mal menor. Concretamente, sigue diciendo el Papa, «el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13,1-7, 1 P 2,13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas “no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños” (Ex 1,17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: “las parteras tenían temor de Dios” (ib.)…

«En el caso, pues, de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto.

«Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación […] En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos» (73).

Queda claro, pues, este principio doctrinal: la tolerancia del mal menor en cuestiones políticas y en otras es moralmente lícita, y a veces es un deber de conciencia, cuando el cristiano se ve en la obligación de elegir entre dos males, uno mayor y otro menor. Aunque, tratándose de opciones políticas, puede también a veces ser lícita la abstención del voto. Y nunca la tolerancia o la abstención eximen del grave deber de combatir las leyes injustas, procurando su derogación.

Los partidos malminoristas, sin embargo, corrumpen el principio de la tolerancia del mal menor cuando lo convierten en la estrategia sistemática de su actividad política. Javier Garisoain lo explica bien en su artículo Doctrina y táctica del mal menor. Entendemos aquí porpartido malminorista (P.Mm) al partido que sea cristiano-liberal, es decir, aquel que, teniendo alguna filiación cristiana –por eso alcanza a ver el mal como mal–, y adoleciendo también de una visión liberal –por eso ve el mal como menor–, considera sistemáticamente el mal menor como tolerable, de tal manera que no se empeña realmente en combatirlo y superarlo con el bien. Su idea de la tolerancia no es la de la doctrina de la Iglesia, sino la del liberalismo, la del relativismo o la de filósofos como John Locke, Carta sobre la tolerancia (1689).

Un partido malminorista puede canalizar indefinidamente los votos de los católicos, poniendo buen cuidado en que no se organicen para actuar con fuerza en el campo político. Quizá –sobre todo si andan eclesiásticos de por medio– justifique su posición alegando que hay que evitar un enfrentamiento de la Iglesia con el mundo moderno. De este modo colabora no sólamente a la degradación del mundo secular, sino también a la debilitación progresiva de la Iglesia.

–El malminorismo ni combate el mal, ni promueve con eficacia el bien común. No combate con todas sus fuerzas el mal, ni el menor ni el mayor. Hace del mal menor un supuesto histórico necesario, continuo, progresivo, irreversible, insuperable. Y a lo largo de los años, optando una y otra vez por el mal menor entre los diversos males ofrecidos como opciones políticas por los enemigos de Dios y del hombre, va retrocediendo siempre, va descendiendo por una escalera de males menores, cada vez mayores. El malmayorismo y el malminorismo son como el acelerador yel freno de un mismo coche, y ambos están de acuerdo en la dirección que el volante señala.

De este modo, el malminorismo se deja conducir por los malos, que llevan siempre la iniciativa, y colabora a que el pueblo sea conducido al Mal mayor, al Mal común, a la corrupción de la vida social, a la degradación de los pensamientos y de las costumbres. Pasará por todo antes de verse hundido en el sehol de la marginación política. Está dispuesto a pagar cualquier tributo con tal de mantenerse en las instituciones políticas, si es posible en el poder, y si no, al menos, en una oposición cuantitativamente considerable. Será una oposición que no se opone, y que aun alcanzando el poder, mantiene las leyes pésimas establecidas antes por los malos. Se comprende bien que el idealismo de los jóvenes católicos no halle atractivo alguno en un partido que, renunciando a procurar eficazmente el bien, se limite a reducir en lo posible el mal. Un partido así podrá atraer sobre todo por las ventajas que ofrece en el campo económico, social y profesional.

–La tolerancia malminorista lleva a un pacificismo extremo. Ignora que las leyes injustas de los Estados monstruosos deben ser no sólo desobedecidas, sino también combatidas en cuanto sea posible.

1. Las batallas armadas, es cierto, como ya señalé (en otro artículo), casi nunca pueden hoy reunir las condiciones exigidas para una guerra justa. Pero estos tolerantes pacifistas se avergüenzan hasta de aquellas guerras que fueron justas y necesarias, como las que defendieron Europa de la invasión del Islam –Poitiers, Navas de Tolosa, Lepanto–. Si por ellos hubiera sido, hoy estaría Europa llena no de catedrales, sino de mezquitas. Pero hay más.

2. Las batallas culturales, tan decisivas, tampoco son dadas por el malminorismo, que renuncia a presentar combate real en el Congreso, en los medios de comunicación, en escuelas y universidades, en el campo de la sanidad. Aunque alcance el poder político, estas batallas de la cultura seguirán perdidas, pues ni siquiera las combate pudiendo hacerlo. No se atreve a decir la verdad, supuesto que la conozca. Se conforma si es el caso con elevar recursos al Tribunal Constitucional, con organizar un Congreso académico o una manifestación –todo lo cual está bien–, y con aducir en el debate político débiles argumentos que, al silenciar la verdad verdadera, están de antemano condenados al fracaso. Piensa quizá que en formas más combativas haría en política un flaco servicio a la Iglesia, enfrentándola con el mundo relativista imperante, y que pondría tensa división allí donde haypacífica unanimidad social en el error liberal-relativista… Qué sé yo qué errores y horrores piensa. Pero es cierto y comprobable que:

–el malminorismo se niega a dar el testimonio de la verdad, y eso le hace impotente para procurar el bien, que ni siquiera intenta. «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad», dice Cristo (Jn 18,37), y ésa es la vocación de todo cristiano. Pero un partido político que no se atreve a decir públicamente la verdad, que no se atreve a afirmar con fuerza el vínculo necesario que sujeta el mundo creado a su Creador (Vat. II, LG 36), que se autoprohibe incluso mencionar el nombre de Dios, exilándolo de la vida política, que se abstiene de aducir los argumentos potentísimos del orden natural y de las tradiciones nacionales, y que, por el contrario, durante decenios se orienta por la tolerancia del mal menor, limitándose a aceptarlo –primero quizá como hipótesis posibilista–, y finalmente a apoyarlo –como tesis liberal que asimila–, es un partido que en realidad se somete a la dictadura del relativismo, propia de una democracia liberal. Es para la nación una peste.

De este modo el malminorismo colabora a que el voto de los católicos ayude a la ruina acelerada de la nación, consigue la anulación total de los católicos en la vida política de los pueblos, y pone a la especie del político católico en grave peligro de extinción. Hace unos años la representante de un partido malminorista respondía a los periodistas que le preguntaban por qué su partido se oponía a una ampliación de los supuestos legales para el aborto: «Pensamos que no hay para ello una verdadera demanda social». Inefable… Los políticos católicos incapaces de dar testimonio de la verdad irán –ya han ido– al «basurero de la historia» (Trostky).

Todo esto que digo puede verificarse, por ejemplo, en la legalización del «matrimonio» homosexual. Las leyes pro-gays han venido siempre posibilitadas socialmente por previas batallas culturales sucesivas, en las que se integraban escritores, cantantes, partidos políticos de izquierda, actores, cine, televisión, prensa. Las conquistas-derrotas habidas en el campo legal han sido siempre precedidas por victorias-derrotas en el campo socio-cultural. Ante este proceso obvio, normalmente los malminoristas no combatían de frente ni unas ni otras batallas. Casi ni se daban por enterados.

–El lobby gay, con acciones propias y con las colaboraciones aludidas, ha ido imponiendo la mentira: la unión homosexual es tan natural y sana como el matrimonio, es simplemente una alternativa sexual. De este modo, consigue en pocos años la inscripción civil, la consideración jurídica de «matrimonio», el derecho a la adopción, las leyes de educación que exijan la enseñanza de sus errores y horrores a todos los niños y adolescentes, y la proscripción social y legal –absolutamente intolerante– de maestros, escritores, sacerdotes y políticos que afirmen públicamente que el ejercicio de la homosexualidad es una desviación morbosa, que va contra natura. La intolerancia gay es absoluta: esas personas, que ellos llaman homófobas, pueden ser multadas, depuestas de sus cargos, castigadas con cárcel. Para conseguir la no-discriminación de los gays, se ha logrado introducir en la legislación discriminaciones totamente abusivas, que sobre todo afectan a políticos (como Rocco Buttiglione), sacerdotes (como Obispo Léonard, pastor Kreutzfeld), profesores, etc.

–El partido político malminorista comienza por silenciar la verdad: no menciona a Dios, que condena los actos de homosexualidad, no se atreve siquiera a defender el orden natural, afirmando que mientras la unión heterosexual es sana, fecunda, buena para la sociedad, conforme con la naturaleza, la unión homosexual, por el contrario, es morbosa, insana, estéril para el bien común y contraria a la naturaleza. Podría argumentar esto con mucha fuerza, porque es de sentido común y hay estudios científicos que lo demuestran de modo irrefutable (ver, p. ej., los mayores de 18 años, Miguel Calvis, Las prácticas homosexuales). Sucede, sin embargo, que no estima políticamente correcto aducir estas verdades en un debate político, ni presentar con fuerza una verdadera batalla cultural. Una vez más el malminorismo retrocede, pierde la batalla que no ha dado, acepta de hecho el mal menor, que aquí es mayor, y adoptando una actitud débil-tolerante frente a la posiciónfuerte-intolerante del lobby gay, da por perdida la causa, y deja que el pueblo sea inducido por las leyes a avanzar por caminos de perdición y de ruina.

Los católicos deben negar sus votos a partidos malminoristas, pues ni tienen fuerza para promover el bien, ni para resistir al mal. Son estos partidos en realidad liberales, relativistas, pesimistas, cómplices activos o pasivos de los enemigos de Cristo y de su Iglesia, secuestradores del voto católico, obstáculos especialmente eficaces para impedir todo influjo real de los católicos en la vida política, y en fin, son semipelagianos, pues, fieles a su “evitación sistemática del martirio”, quieren en política mantener a cualquier costo que «la parte humana» sea numerosa y respetada por el mundo moderno, para poder así co-laborar con la acción de Dios en la procuración del bien común… De los partidos políticos malmayoristas y malminoristas, libera nos, Domine!

Las objeciones previsibles a todo esto son tan innumerables como previsibles: «ese diagnóstico conduce a la abstención o al voto inútil». Pero sobre éstas y otras cuestiones trataré al final de esta serie, cuando, con la ayuda de Dios, considere qué podemos y debemos hacer hoy los católicos en la política.

La unidad nacional de los Obispos en cuestiones políticas es muy deseable y benéfica, pero no siempre logran discernimientos unánimes. Son muy difíciles. Gran verdad afirma Juan Pablo II cuando dice: «sin la ayuda de la gracia, los hombres no sabrían “acertar con el sendero a veces estrecho entre la mezquindad que cede al mal y la violencia que, creyendo ilusoriamente combatirlo, lo agrava (1991, enc. Centesimus annus 25)» (Catecismo 1889). Sólo Dios puede iluminar las conciencias cristianas en cuestiones políticas, mostrando cuándo deben tolerarse como mal menor situaciones perversas o cuándo hay que resistirlas, denunciarlas y combatirlas de todos los modos posibles. Y suelen ser los Santos quienes aciertan en estos problemas históricos.

Se dan a veces acuerdos unánimes en el discernimiento. Los Obispos polacos se mantuvieron unánimes ante el poder invasor comunista, y también los españoles de 1936 ante el mismo peligro.Pero la división de opiniones es frecuente. Los Obispos colombianos de finales del XIX veían la peligrosidad del liberalismo entre los católicos, pero no todos lucharon contra él como el Obispo de Pasto, San Ezequiel Moreno (+1906), que si no dimitió, al verse tan desasistido, fue por orden personal de León XIII. En el alzamiento de la Cristiada mexicana (1926-1929), no todos los Obispos apoyaban a los cristeros, aunque algunos sí, como San Rafael Guízar (+1938). Todos los Obispos alemanes entendían que el nazismo perseguía al cristianismo, pero no todos lo combatieron abiertamente, como el Obispo de Munster, el Beato Cardenal Clemens von Galen (+1946). Cuando Francia fue ocupada por Alemania, algunos Obispos colaboraron con el régimen de Vichy, sometido a los nazis, otros no; y el General De Gaulle, llegado a la presidencia, hizo dimitir a todos los Obispos colaboracionistas. A la Constitución española agnóstica de 1978 se opuso el Cardenal Primado, Mons. Marcelo González Martín con unos pocos Obispos más; la mayoría estimó que convenía aceptarla como mal menor.

Y también hoy se dan entre los Obispos discernimientos prudenciales diferentes en cuestiones políticas –esto es obvio–, pues unos consideran como un mal menor tolerable, aquello que otros estiman un mal mayor intolerable. Estas diferencias de opinión, que tantas veces se han producido en la historia, hoy se hacen más frecuentes y profundas al ser insuficientes en la Iglesia la actualización y el desarrollo de su doctrina tradicional política.

En el siglo pasado, al final de los años 80, cuando se derrumbó la Bestia comunista, varios Obispos ortodoxos hubieron de dimitir por haber colaborado activa o pasivamente con el gobierno marxista. Otros en cambio no colaboraron, se mantuvieron distantes o estuvieron en campos de concentración. También un día, cuando se derrumbe la Bestia liberal, con el favor de Dios, se distinguirá entre aquellos Obispos que la resistieron y combatieron con mayor o menor fuerza, y aquellos otros que optaron por colaborar con ella, al menos pasivamente, salvando la doctrina, por supuesto, pero tolerando muchas injusticias como males menores, disuadiendo a los católicos de combatirla frontalmente, y renunciando sobre todo a denunciarla como un sistema “intrínsecamente perverso", sin Dios y sin orden natural, y por tanto, corrupto y corruptor.

¿Qué debemos, pues, hacer hoy los católicos ante la Bestia apocalíptica de los Estados liberales, que ignoran a Dios y al orden moral natural, y que engendran una tras otra leyes inicuas? En cada nación se dan circunstancias y posibilidades diversas. Yo he expresado mi pensamiento, que es el de muchos católicos –de ellos lo he aprendido–, aunque no lo es ciertamente de la mayoría.Danos, Señor, tu luz y tu verdad.

NOTAS ANTERIORES:

http://www.losprincipios.org/politica/catolicos-y-politica-1.html

http://www.losprincipios.org/politica/catolicos-y-politica-2.html

http://www.losprincipios.org/politica/catolicos-y-politica-3.html

http://www.losprincipios.org/politica/catolicos-y-politica-4.html

Fuente: Pbro. José María Iraburu - Infocatólica.com

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