¿La oración realmente nos transforma?
Amor santo | Cathopic
Para muchos la oración es un acto piadoso de comunicación con Dios, un conjunto de palabras que nos permite dirigirnos a Él cuando tenemos alguna necesidad. Sin embargo, orar es mucho más que eso...
Orar es pronunciar el Tú fundamental en el cual nace la conciencia de un yo, que diciendo Tú, regresa a su origen. Orar es unir el centro de nuestras propias decisiones con el Centro del que nace la realidad.
Orar significa tomar distancia respecto de la inmediatez de las cosas para percibirlas desde su fondo y discernir su dirección.
Es por ello que la oración nos transforma. Cuando oramos pasamos de la perspectiva del egocentrismo a ver a los acontecimientos y a las personas desde la profundidad de la que proceden. La oración nos permite percibirlos desde la plenitud de lo que están llamados a ser, sin los giros cortos con los que violentamos la comprensión de lo que nos rodea.
Cambiar la mirada
Orar nos cambia porque supone este lento girar de la mirada, de la escucha, de la sensibilidad -de la mente y del corazón- para vivir las diversas situaciones desde el origen que las posibilita y las impulsa.
Orar implica cambiar de perspectiva y tomar empuje para actuar bajo la luz que recibimos: «Lo que he visto estando junto al Padre, de eso hablo» (Jn 8,38).
Orar es abrirse para ver y escuchar al mismo tiempo, dos modos de recibir, de dejarnos impregnar, para poder configurarnos desde la raíz, de modo que, nuestro actuar proceda de Dios. Es por ello que la oración no se contrapone a la acción, sino que es su complemento.
Ambas implican lo mismo: la donación de sí.
Recogerse en la profundidad del corazón
¿Qué le falta a nuestra oración para que nos permita ver y actuar como Dios quiere? no hablar mucho sino recogernos en la profundidad del corazón, allá donde la Fuente está esperando a darse a nosotros (Mt 6,5-8).
Cuanto más profunda y serena es nuestra oración, más se percibe la Presencia de Dios, pero, ¿cómo traducir ese silencio que se transforma en Voz? Irrumpiendo más adentro, dejándonos tocar: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias» (Jn 14,2). También en el corazón hay muchas moradas y por la oración aprendemos a recorrerlas y a comprender lo que Dios tiene para nosotros en cada una de ellas.
Cuantas más moradas nos abramos hacia adentro, más nos abrimos hacia afuera. Percibimos la profundidad de lo exterior en función del espacio que habitamos en nuestro interior. A mayor profundidad no hay mayor ensimismamiento, sino que aumenta la capacidad para percibir la hondura de lo que nos rodea.
Nuestra intimidad con Dios no se contrapone a nuestra implicación con la realidad, ya que Dios es quien da consistencia a todo lo que existe.
Cuanto más plena es nuestra unión con Dios, es también más plena la unión con todo lo demás. De aquí la claridad de Jesús que nacía a cada momento de las profundidades de lo auténticamente Real, entregándose en una oración cada vez más profunda y más libre.