EL JUICIO POR EL CRIMEN DE FACUNDO QUIROGA
El crimen de Facundo Quiroga en Barranca Yaco causó una conmoción el la Confederación. En principio los unitarios autores del atentado, intentaron disimular o tergiversar la realidad de los hechos, intrigando ante Ibarra, Aldao, Estanislao López y Rosas, para enfrentar y dividir el frente federal.
Autor: LEONARDO CASTAGNINO
El primero en salirle al cruce a las intrigas, fue el gobernador de Santiago del Estero, Felipe Ibarra, a quien se lo quiso involucrar acusándolo de no dar escolta suficiente a Quiroga, cosa que no es cierto. Otras intrigas se tejieron tirando versiones o trascendidos que variaban según a quienes fueran dirigidas; así se dijo por ejemplo que “se habrían descubierto huellas que se dirigían a Santa Fe”, para inculpar a López ante Rosas, o que “la desaparición de Quiroga le convenía a Rosas”, para inculparlo a Rosas, con un argumento que además de no ser cierto, de ninguna manera puede resultar un argumento para inculparlo. Nunca hubo documento o acusación seria contra López o Rosas.
Levantadas las sospechas contra los hermanos Reinafé, se intentó tergiversar los hechos, mandando a investigar comisiones que nada investigaron, fraguando fechas de correspondencia y documentos con la “delegación del mando” por razones de salud del gobernador Rainafé, antes de al fecha del asesinato de Barranca Yaco, y “armando un juicio” para acusar, absolver y reivindicar al Capitán Santos Perez del ejército de los Reinafé, y principal sospechado de ser el autor material del hecho y jefe de a partida que dio muerte a Facundo Quiroga en Barranca Yaco.
Pero nada podrían estas intrigas y disimulos unitarios ante la sagacidad de Rosas, que a cientos de kilómetros de distancia, y basándose en informes verbales, algunos documentos y correspondencia, desmenuzaba pacientemente la trama con la tenacidad que lo caracterizaba, dando inclusive su versión de la reconstrucción del hecho tal como habría sucedido, según se lo describe en carta a Estanislao López.
Ante la evidencia de las sospechas, los caudillos federales delegan en el gobierno de Buenos Aires las facultades de juzgar a los sospechosos de un delito federal. Uno de los hermanos Reinafé escapa a la Banda Oriental, pero los otros, incluido el capitán Santos Pérez, son conducidos a Buenos Aires para su juzgamiento.
El juicio y la defensa
Remitidos a Buenos Aires, unos por Pedro Nolasco Rodríguez, y otros por Manuel López, todos los inculpados por el asesinato de Quiroga, se hallaban a disposición del Juez Comisionado doctor Maza, nombrado por Rosas para ejercer la facultad que al efecto en él habían delegado las provincias. Como fiscal se desempeño el doctor Manuel Insiarte y como asesor general del doctor Eduardo Lahite.
De los dos sumarios levantados contra aquéllos en Córdoba, únicamente el segundo llegó a manos del magistrado competente. El primero, fraguado entre los Reinafé y sus cómplices voluntarios forzosos, desapareció del expediente. Ordenada una nueva indagatoria en la capital bonaerense, los autos fueron entregados a los defensores el 13 de agosto de 1836.
Como defensor figuraba el doctor Gamboa, unitario, destinado a ser protagonista en uno de los episodios característicos de la historia de Rosas. En los dos meses y medio transcurridos desde que recibió los autos hasta que presentó la defensa, el 26 de octubre de 1836, el abogado se aplicó a redactar no tanto un alegato a favor de su defendido, como una requisitoria contra el régimen institucional existente. Su planteo consistió en formular siete preguntas negativamente contestadas, de las cuales seis se referían a excepciones de incompetencia opuestas a la autoridad que entendía en el proceso, y una sola al fondo del asunto, o sea a la culpabilidad del procesado, la que no se atrevió a negar, aunque dijera no haber quedado probada.
Los cuarenta y cinco pliegos del extenso documento se dirigían a demostrar que los acusados debían ser juzgados por una ley que perteneciera a un sistema constitucional; que la constitución no existía; que la autorización de las provincias, otorgada al gobernador de Buenos Aires, no era una ley constitucional; que una ley de esta especie no podía ser especial ni sancionarse después del hecho.
Sobre el ejercicio de la autoridad judicial desempeñada por el Juez Comisionado, decía no haber sido ella conforme a derecho, pues él mismo había dado la norma o procedimiento a seguir en su propia actuación de magistrado. Del Manifiesto de Rosas contra los Reinafé, del 30 de junio de 1835, decía que era un prejuzgamiento inhabilitante para dictar sentencia.
Las audacias del defensor.
Por último, Gamboa había tenido la audacia de aludir, en alusión traída por los cabellos a las acusaciones de la prensa unitaria de Montevideo, que atribía a Rosas la instigación del crimen. (Datos tomados de la “Causa criminal” contra los asesinos de Quiroga. 1873. Imprenta del Estado – J.Irazusta. Vida política de J.M. de Rosas. t.III.p.136)
De un espíritu diametralmente opuesto al de la organización confederal, y compuesta para el foro político (no para los estrados judiciales), la pieza estaba destinada a la publicidad, antes que a la defensa de un procesado.
El doctor Gamboa tuvo una audacia más: la de solicitar una copia de su alegato, y la autorización de publicarlo aislado del proceso.
Como en la mayoría de los casos de la historia de Rosas, la mejor refutación de los infundios adversos es el texto de las medidas por ellos incriminadas. De ésta se dice generalmente que castigaba al defensor de un inculpado, después de haberse permitido su defensa, cuando en realidad se castigó la pretensión de publicar aparte una sola pieza de un proceso incompleto.
Se dice también que se condenó por aquel imaginario delito a un letrado defensor a la infamante pena de pasear en un burro celeste por las calles de la ciudad, cuando lo cierto surge del decreto, y es que se lo amenazó con esa pena si infringía las tres que se le habían aplicado, de abstenerse de ejercer su profesión, de salir a más de veinte cuadras de su casa (lo que en la gran aldea de entonces no sería mucha privación) y de llevar colores federales.
El episodio quedará reducido a sus verdaderas proporciones si recordamos que la pena de la picota, en Londres todavía se aplicaba, en forma peor, exponiendo al reo a los vejámenes del público; que la de pasearlo en burro, celeste había sido usada en Córdoba, en 1830, por el general Paz, contra el fraile Aldao, por delitos políticos. Y que toda la alharaca hecha sobre un procedimiento judicial perteneciente a un estadio muy anterior de la evolución del derecho penal, juzgado por los de otro estadio ulterior, se disipará con esta mera comparación, que "hasta el año 1836 no se permitió (en Inglaterra) "que un abogado pudiese dirigirse al jurado en defensa de un delincuente". (Sir Basíl Thompson. La historia de Scot1and Yard, p. 83, Madrid, 1937. )
Sigue el juicio
Fuere cual fuese el destino mediato del doctor Gamboa, el proceso siguió su marcha. El doctor Maza se expidió el 12 de abril de 1837, en un extenso escrito, en el que hace un resumen de la causa, y del que resulta que los defensores, o formulan excepciones de incompetencia, o tratan de liberar a sus defendidos de la principal responsabilidad para cargarla sobre los cómplices, o alegan la disciplina, militar y los deberes de la obediencia para arrojar la culpa de los ejecutores sobre los instigadores. Pero ninguno pretende probar la absoluta inocencia de ningún procesado.
En forma algo difusa el doctor Maza contesta las defensas, califica los delitos y pone a la causa en estado de sentencia. El 18 de abril de 1837 Rosas ordena que el proceso pase a vista del Fiscal, doctor Láhitte, quien se expide en notable dictamen, que confirma en su mayor parte el dispositivo del pronunciamiento hecho por el doctor Maza, aunque difiriendo con algunos de sus fundamentos, el 8 de mayo de 1837. En esa notable pieza jurídica (elogiada por el doctor Cárcano en su Quiroga), se deshace tranquilamente la calumnia que trató de manchar a Rosas con la sangre de su amigo, haciendo la observación repetida por el citado biógrafo de Facundo, que en el juicio ninguno de los hermanos Reinafé alegó la excepción opuesta por Santos Pérez, a quien los instigadores pudieron engañar para decidirlo. El Dr. Ramón J. Cárcano escribe: “Ninguno de los Reinafé, ni ente los jueces ni ante la corte, acusan a Rosas ni a López. Se acusan entre ellos mismos. El silencio en aquellos días pulveriza la calumnia”. (Juan Facundo Quiroga, 3° ed., p.363)
La sentencia
Rosas dictó su primera sentencia el 27 de mayo de 1837, y la segunda (después de un último recurso interpuesto por los defensores y sometido al mismo procedimiento que las defensas primitivas) el 9 de octubre de 1837. La sentencia de muerte involucra al autor material y a los instigadores del crimen.
El 26 de octubre de 1837 en la plaza de la Victoria, Santos Pérez y los dos Reinafé, José Vicente y Guillermo, son fusilados y luego colgados en las horcas. La plaza está rodeada de tropas, al mando del general Agustín Pinedo. Una inmensa multitud de espectadores, entre los que hay no pocas mujeres, espera en todos los edificios de la plaza, en el pórtico de la Catedral y en las calles. Antes de subir al patíbulo, se lee a los condenados la sentencia de muerte, bajo los arcos del Cabildo. A Santos Pérez se le da una silla, porque no puede tenerse en pie.
El espectáculo no es nuevo en Buenos Aires: Rivadavia, veinticinco años atrás, hizo fusilar y colgar allí mismo a los treinta y tres implicados en la fracasada conjuración de los españoles, entre los que había hombres eminentes y hasta un sacerdote.
Cuando asesinan al general Juan Facundo Quiroga, "El Tigre de los llanos" ya era un mito, y ese mito siguió viviendo en la ferviente imaginación sus paisanos. Su recuerdo sigue aún vigente en los llanos de La Rioja, donde perduran las leyendas que en su tiempo contribuyeron a conformar el mito: ...el general no dormía nunca., el general leía el pensamiento, al general no se lo podía engañar, el general no estaba muerto sino escondido “en los reinos de arriba”.
La calumnia unitaria que culpaba a Rosas por la muerte de su fiel correligionario no acabó con Santos Pérez y los hermanos Reinafé. El antirosismo debía sostenerla contra toda evidencia, para fundar la leyenda de un “tirano sangriento”. El cónsul francés en Montevideo, Baradere, ya la había utilizado en un informe apoyando las intrigas unitarias.
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Autor: LEONARDO CASTAGNINO